El pasado 17 de mayo, el físico norteamericano Lawrence Krauss publicó un artículo en el "New York Times" donde, contra los partidarios del "designio inteligente", aducía el apoyo de la Iglesia católica a la teoría de la evolución. Esto ha movido al Card. Christoph Schönborn, arzobispo de Viena, a precisar que no toda versión del evolucionismo es compatible con la doctrina católica ("New York Times", 7 julio 2005).
Firmado por Aceprensa
Fecha: 27 Julio 2005
«Desde que en 1996 el Papa Juan Pablo II dijo que la evolución (término que no definió) era "más que una hipótesis" [cfr. Aceprensa 147/96], los defensores del dogma neodarwinista han invocado a menudo la supuesta aceptación –o al menos aquiescencia– de la Iglesia Católica para defender su teoría como compatible, de algún modo, con la fe cristiana». Pero eso, aclara el Card. Schönborn, solo puede decirse de la evolución en sentido general, según el cual unos seres vivos provienen de otros, no del neodarwinismo que considera la evolución como «un proceso, sin guía ni plan, de variaciones aleatorias y selección natural». «La Iglesia católica, a la vez que deja a la ciencia el estudio de muchos detalles sobre la historia de la vida en la Tierra, proclama que, por la luz de la razón, la inteligencia humana puede percibir con certeza y claridad que hay finalidad y designio en la naturaleza, incluido el mundo de los seres vivos». «Todo sistema de pensamiento que niegue o trate de descartar la abrumadora evidencia a favor de la finalidad en la biología es ideología, no ciencia».
El Card. Schönborn señala que Juan Pablo II trató el tema en distintas ocasiones, además de la carta de 1996. Y cita, en particular, la audiencia general de 10-07-85, a la que los neodarwinistas no suelen prestar atención. «La evolución de los seres vivientes –dijo Juan Pablo II–, de los cuales la ciencia trata de determinar las etapas, y discernir el mecanismo, presenta una "finalidad interna" que suscita la admiración. Esta finalidad que orienta a los seres en una dirección, de la que no son dueños ni responsables, obliga a suponer un Espíritu que es su inventor, el Creador». Más adelante, el anterior Papa añadió: «A todas estas "indicaciones" sobre la existencia de Dios creador, algunos oponen la fuerza del azar o de mecanismos propios de la materia. Hablar de casualidad para un universo que presenta una organización tan compleja en los elementos y una finalidad en la vida tan maravillosa, significa renunciar a la búsqueda de una explicación del mundo como nos aparece. En realidad, ello equivale a querer admitir efectos sin causa. Se trata de una abdicación de la inteligencia humana que renunciaría así a pensar, a buscar una solución a sus problemas». Y en otra audiencia general (5-03-86) afirmó: «Está claro que la verdad de fe sobre la creación se contrapone de manera radical a las teorías de la "filosofía materialista", las cuales consideran el cosmos como resultado de una evolución de la materia que puede reducirse a pura casualidad y necesidad».
Con todo ello, añade el cardenal, concuerda el "Catecismo de la Iglesia católica", al afirmar que la existencia de Dios creador puede ser descubierta por la razón humana (n. 286) y que el mundo «no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar» (n. 295).
Sin embargo, dice Schönborn, los neodarwinistas –Lawrence Krauss en concreto– han intentado presentar al nuevo Papa, Benedicto XVI, como si estuviera de su parte, citando una frase de un documento de la Comisión Teológica Internacional ("Comunión y servicio: La persona humana creada a imagen de Dios", 23-07-04) que alude a la ascendencia común de todos los seres humanos. Y señalando que «Benedicto XVI era entonces presidente de la Comisión, han concluido que la Iglesia católica no tiene reparos con respecto a la idea de "evolución" tal como suelen usarla muchos biólogos, es decir, como sinónimo de neodarwinismo. Sin embargo, el documento de la Comisión reafirma la enseñanza perenne de la Iglesia católica sobre la existencia de designio en la naturaleza. Comentando el extendido abuso de la carta de Juan Pablo II de 1996 sobre la evolución, la Comisión advierte que "la carta no se puede entender como una aprobación general de todas las teorías de la evolución, incluidas las de inspiración neodarwinista que niegan expresamente cualquier papel verdaderamente causal de la providencia divina en el desarrollo de la vida en el universo"».
Y en cuanto a las enseñanzas del Papa actual, Schönborn recuerda que «en la homilía de inauguración de su pontificado, hace solo unas semanas, Benedicto XVI proclamó: "No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario"».
El cardenal concluye: «A lo largo de la historia, la Iglesia ha defendido las verdades de fe (...). Pero en la era moderna, la Iglesia católica se encuentra en la extraña posición de salir con firmeza en defensa también de la razón. (...) Al comienzo del siglo XXI, ante tesis como el neodarwinismo y las diversas hipótesis cosmológicas inventadas para esquivar los abrumadores indicios de finalidad y designio hallados por la ciencia moderna, la Iglesia católica de nuevo defenderá la razón humana proclamando que el designio inmanente evidente en la naturaleza es real. Las teorías científicas que intentan explicar la apariencia de designio como si fuera resultado del "azar y la necesidad" no son científicas en absoluto, sino –como dijo Juan Pablo II–, una abdicación de la inteligencia humana».
jueves, 29 de noviembre de 2007
martes, 20 de noviembre de 2007
COLOQUIO NOBEL 2007 y LA GMR
Ana María Llois
Departamento de Física, FCEyN; CAC, CNEA
Pocos descubrimientos en física tuvieron aplicaciones que impactaran al mundo tecnológico tan rápidamente como el efecto de magnetorresistencia gigante (GMR), por cuyo descubrimiento fueron galardonados este año con el premio Nobel de Física los investigadores Albert Fert y Peter Grünberg.
El efecto GMR se manifiesta a través de una variación importante de la resistividad en materiales especialmente diseñados, frente a variaciones pequeñas del campo magnético aplicado. Este efecto se origina en la interacción magnética que existe entre regiones de material ferromagnético separadas entre sí por material no magnético en muestras de dimensiones nanométricas .
En esta charla recorreremos la historia del descubrimiento, explicaremos las causas físicas que subyacen al mismo y hablaremos sobre el impacto que ha tenido sobre la miniaturización de los dispositivos de almacenamiento de datos.
Departamento de Física, FCEyN; CAC, CNEA
Pocos descubrimientos en física tuvieron aplicaciones que impactaran al mundo tecnológico tan rápidamente como el efecto de magnetorresistencia gigante (GMR), por cuyo descubrimiento fueron galardonados este año con el premio Nobel de Física los investigadores Albert Fert y Peter Grünberg.
El efecto GMR se manifiesta a través de una variación importante de la resistividad en materiales especialmente diseñados, frente a variaciones pequeñas del campo magnético aplicado. Este efecto se origina en la interacción magnética que existe entre regiones de material ferromagnético separadas entre sí por material no magnético en muestras de dimensiones nanométricas .
En esta charla recorreremos la historia del descubrimiento, explicaremos las causas físicas que subyacen al mismo y hablaremos sobre el impacto que ha tenido sobre la miniaturización de los dispositivos de almacenamiento de datos.
domingo, 11 de noviembre de 2007
Eco de Loschmidt: Irreversibilidad y Caos en Mecánica Cuántica
Diego Wisniacki
Departamento de Física, FCEyN, UBA
El eco de Loschmidt es una medida de la estabilidad y reversibilidad de las evoluciones en mecánica cuántica. Hace un tiempo se mostró que existe una relación entre dicha cantidad y el caos (1) presente en el sistema clásico. Esto motivó que el tema tuviese mucha actividad y repercusión en los últimos años.
(1) "Caos" e-book Juan Ignacio Casaubon - 2001
Departamento de Física, FCEyN, UBA
El eco de Loschmidt es una medida de la estabilidad y reversibilidad de las evoluciones en mecánica cuántica. Hace un tiempo se mostró que existe una relación entre dicha cantidad y el caos (1) presente en el sistema clásico. Esto motivó que el tema tuviese mucha actividad y repercusión en los últimos años.
(1) "Caos" e-book Juan Ignacio Casaubon - 2001
sábado, 10 de noviembre de 2007
EL MÉTODO CIENTÍFICO
Las dos últimas décadas del siglo veinte acunaron lo que ya ha sido calificado por algunos de 'revolución tecnocientífica'. Aunque buena parte de la imagen pública de la ciencia ha permanecido inalterada en todos estos años, los cambios que esta revolución ha producido en la práctica de la ciencia son evidentes para cualquier investigador que empezara su carrera antes de los años ochenta.
La ciencia y la técnica —ésta con mucha antelación— constituyen una parte esencial de nuestra cultura. Desde el ámbito de las humanidades no siempre se ha querido mirar de frente este hecho y, por extraño que parezca, todavía hoy algunos desearían obviarlo. La ciencia, la técnica y particularmente su unión actual en la tecnociencia no sólo han contribuido a cambiar las condiciones materiales de nuestra existencia, permitiendo extender a un mayor número de personas, e incluso mejorar, condiciones de vida que antes estaban reservadas a minorías exiguas, sino que también han sido un elemento esencial en la configuración de las ideas y los valores prevalecientes en la edad contemporánea.
conoZe.com
¿Qué quedaría de nuestra visión actual del hombre y de la naturaleza si tuviéramos que sustraerle las ideas aportadas por el siempre polémico Darwin o por el genial Einstein? ¿Qué habría sido de la tan traída y llevada revolución sexual de finales de los 60, que llevó a un cambio en los valores prevalecientes hasta entonces en las relaciones de pareja, si no se hubiera puesto en circulación la controvertida píldora anticonceptiva? Los efectos, positivos y negativos, que el desarrollo tecnocientífico ha tenido sobre nuestro entorno doméstico y natural son evidentes para casi todos y han sido objeto de numerosos estudios.
Sin embargo, no son tantos los que reconocen aún los modos en que la tecnociencia está afectando a la cultura en sus aspectos organizativos, intelectuales y axiológicos. A este desconocimiento contribuye en no poca medida la permanencia de barreras disciplinares y académicas que tienden a perpetuar la separación entre las mal llamadas 'dos culturas', la científica y la humanística. Estas barreras siguen siendo las causantes de que, con pocas excepciones por el momento, los estudiantes de ciencias en las universidades de todo el mundo reciban una formación en la que no hay espacio para la reflexión crítica sobre las implicaciones sociales, políticas, religiosas, culturales y éticas de la investigación científica, así como de que, también con pocas excepciones, al estudiante de humanidades se le permita ignorar, cuando no despreciar abiertamente, el hecho mismo de la ciencia.
Cierto es que no faltan motivos para ejercer la crítica racional sobre el predominio actual de la tecnociencia, pero para ello un requisito imprescindible debería ser el disponer al menos de un conocimiento suficiente de eso mismo que se pretende criticar. Máxime cuando se trata de afrontar una cuestión que está siendo central hoy en día en el ámbito de los estudios sobre la ciencia, y no sólo para sus enfoques más sociologizantes: la cuestión ya señalada con insistencia por Paul Feyerabend en la década de los 70 del papel de la ciencia en una sociedad democrática.
Como ha argumentado detalladamente en una obra reciente el filósofo de la ciencia Philip Kitcher, no existe una ciencia pura, libre de valores; por el contrario, las cuestiones valorativas —incluyendo en ellas las que conciernen a valores no epistémicos (valores morales, políticos, sociales, económicos, etc.)— alcanzan a toda la ciencia. Además, la verdad y el conocimiento no son cosas intrínsecamente buenas, ni siempre beneficiosas (lo cual no significa que, como sostienen los más desengañados o peor informados, sean cosas siempre sospechosas al servicio de intereses ocultos)
Siendo esto así, Kitcher considera que la ciencia no está actualmente «bien ordenada» (well-ordered), es decir, se producen en muchas ocasiones incompatibilidades entre la práctica científica y los ideales de la sociedad democrática. Una ciencia «bien ordenada» sería aquélla en la que sus fines vendrían dados por los intereses de la sociedad democrática. Buscaría, como es su misión, verdades significativas, pero la significatividad vendría marcada por los intereses de los ciudadanos decididos mediante procedimientos de democracia ilustrada (ciudadanos representativos de diversas perspectivas asesorados por expertos científicos) Serían, pues, esos intereses los que habrían de fijar muy en especial la agenda de investigación en las ciencias y no los intereses, a veces espúreos, de los poderes burocráticos o de determinados grupos de presión.
Quizás haya quien vea en este abandono del ideal de la búsqueda del conocimiento por el conocimiento mismo y en la armonización de los fines de la ciencia con los de la sociedad democrática un riesgo inasumible de politizar la ciencia en el peor sentido de la palabra. En nuestra opinión es, sin embargo, un asunto ineludible dada la propia situación de la ciencia en las sociedades avanzadas y sus relaciones cada vez más complejas con los ciudadanos y con los poderes políticos y económicos. La tecnociencia es ella misma, quiérase o no, una forma de poder.
Los lazos entre la investigación científica y los valores éticos, políticos y sociales son inextricables y, por tanto, pensar hoy sobre la ciencia y la técnica implica necesariamente pensarlas en un contexto mucho más amplio que el meramente epistemológico o metodológico, e incluso más amplio que el del análisis de sus impactos sobre el medio ambiente. Pensar la ciencia y la técnica hoy significa reconsiderar los fines y los valores sobre los que se han sustentado ambas hasta el momento; significa en última instancia, como ya vio Feyerabend hace décadas, poner las bases para una ciencia más humana y más acorde con los fines de las sociedades democráticas.
La ciencia y la técnica —ésta con mucha antelación— constituyen una parte esencial de nuestra cultura. Desde el ámbito de las humanidades no siempre se ha querido mirar de frente este hecho y, por extraño que parezca, todavía hoy algunos desearían obviarlo. La ciencia, la técnica y particularmente su unión actual en la tecnociencia no sólo han contribuido a cambiar las condiciones materiales de nuestra existencia, permitiendo extender a un mayor número de personas, e incluso mejorar, condiciones de vida que antes estaban reservadas a minorías exiguas, sino que también han sido un elemento esencial en la configuración de las ideas y los valores prevalecientes en la edad contemporánea.
conoZe.com
¿Qué quedaría de nuestra visión actual del hombre y de la naturaleza si tuviéramos que sustraerle las ideas aportadas por el siempre polémico Darwin o por el genial Einstein? ¿Qué habría sido de la tan traída y llevada revolución sexual de finales de los 60, que llevó a un cambio en los valores prevalecientes hasta entonces en las relaciones de pareja, si no se hubiera puesto en circulación la controvertida píldora anticonceptiva? Los efectos, positivos y negativos, que el desarrollo tecnocientífico ha tenido sobre nuestro entorno doméstico y natural son evidentes para casi todos y han sido objeto de numerosos estudios.
Sin embargo, no son tantos los que reconocen aún los modos en que la tecnociencia está afectando a la cultura en sus aspectos organizativos, intelectuales y axiológicos. A este desconocimiento contribuye en no poca medida la permanencia de barreras disciplinares y académicas que tienden a perpetuar la separación entre las mal llamadas 'dos culturas', la científica y la humanística. Estas barreras siguen siendo las causantes de que, con pocas excepciones por el momento, los estudiantes de ciencias en las universidades de todo el mundo reciban una formación en la que no hay espacio para la reflexión crítica sobre las implicaciones sociales, políticas, religiosas, culturales y éticas de la investigación científica, así como de que, también con pocas excepciones, al estudiante de humanidades se le permita ignorar, cuando no despreciar abiertamente, el hecho mismo de la ciencia.
Cierto es que no faltan motivos para ejercer la crítica racional sobre el predominio actual de la tecnociencia, pero para ello un requisito imprescindible debería ser el disponer al menos de un conocimiento suficiente de eso mismo que se pretende criticar. Máxime cuando se trata de afrontar una cuestión que está siendo central hoy en día en el ámbito de los estudios sobre la ciencia, y no sólo para sus enfoques más sociologizantes: la cuestión ya señalada con insistencia por Paul Feyerabend en la década de los 70 del papel de la ciencia en una sociedad democrática.
Como ha argumentado detalladamente en una obra reciente el filósofo de la ciencia Philip Kitcher, no existe una ciencia pura, libre de valores; por el contrario, las cuestiones valorativas —incluyendo en ellas las que conciernen a valores no epistémicos (valores morales, políticos, sociales, económicos, etc.)— alcanzan a toda la ciencia. Además, la verdad y el conocimiento no son cosas intrínsecamente buenas, ni siempre beneficiosas (lo cual no significa que, como sostienen los más desengañados o peor informados, sean cosas siempre sospechosas al servicio de intereses ocultos)
Siendo esto así, Kitcher considera que la ciencia no está actualmente «bien ordenada» (well-ordered), es decir, se producen en muchas ocasiones incompatibilidades entre la práctica científica y los ideales de la sociedad democrática. Una ciencia «bien ordenada» sería aquélla en la que sus fines vendrían dados por los intereses de la sociedad democrática. Buscaría, como es su misión, verdades significativas, pero la significatividad vendría marcada por los intereses de los ciudadanos decididos mediante procedimientos de democracia ilustrada (ciudadanos representativos de diversas perspectivas asesorados por expertos científicos) Serían, pues, esos intereses los que habrían de fijar muy en especial la agenda de investigación en las ciencias y no los intereses, a veces espúreos, de los poderes burocráticos o de determinados grupos de presión.
Quizás haya quien vea en este abandono del ideal de la búsqueda del conocimiento por el conocimiento mismo y en la armonización de los fines de la ciencia con los de la sociedad democrática un riesgo inasumible de politizar la ciencia en el peor sentido de la palabra. En nuestra opinión es, sin embargo, un asunto ineludible dada la propia situación de la ciencia en las sociedades avanzadas y sus relaciones cada vez más complejas con los ciudadanos y con los poderes políticos y económicos. La tecnociencia es ella misma, quiérase o no, una forma de poder.
Los lazos entre la investigación científica y los valores éticos, políticos y sociales son inextricables y, por tanto, pensar hoy sobre la ciencia y la técnica implica necesariamente pensarlas en un contexto mucho más amplio que el meramente epistemológico o metodológico, e incluso más amplio que el del análisis de sus impactos sobre el medio ambiente. Pensar la ciencia y la técnica hoy significa reconsiderar los fines y los valores sobre los que se han sustentado ambas hasta el momento; significa en última instancia, como ya vio Feyerabend hace décadas, poner las bases para una ciencia más humana y más acorde con los fines de las sociedades democráticas.
jueves, 8 de noviembre de 2007
El auge de Asia en los albores del siglo XXI
Lanzamiento de naves orbitales lunares no tripuladas por parte de las tres potencias regionales: Japón, China e India. Pekín utiliza el proyecto para elevar el prestigio internacional del país y el patriotismo local. "China necesita demostrar que no sólo puede alcanzar logros económicos, sino también científicos.
Las ambiciones chinas y el auge de Asia en los albores del siglo XXI han impulsado la aventura del espacio en este continente, que en menos de un año va a ver el lanzamiento de naves orbitales lunares no tripuladas por parte de las tres potencias regionales: Japón, China e India. El plan de los tres proyectos es similar: realizar mapas de la superficie del satélite, analizar la composición del suelo e identificar las mejores localizaciones para el descenso de astronautas allá por 2020.
La misión japonesa 'Kaguya' tiene un presupuesto de 190 millones de euros Pekín lanzó el mes de octubre un cohete con la sonda lunar 'Chang'e'
Sus observaciones completarán la información adquirida por la nave Smart-1, de la Agencia Europa del Espacio (ESA), que estuvo en órbita lunar de 2004 a 2006.
También un par de misiones estadounidenses anteriores empezaron a cubrir el vacío de exploración científica lunar dejado por el programa Apolo, que llevó a 12 astronautas de la NASA al suelo del satélite entre 1969 y 1972. La meta a largo plazo de las potencias espaciales emergentes asiáticas, al igual que la de la NASA, es establecer bases permanentes en la Luna, como primer paso para la eventual exploración de Marte.
En Asia, la iniciativa de mayor magnitud es la de Tokio. El pasado 14 de septiembre, la Agencia de Exploración Aeroespacial de Japón (JAXA) lanzó un cohete con la sonda Kaguya. "El objetivo es comprender cómo se formó la Luna y cómo ha evolucionado hasta sus condiciones actuales. Con los datos que obtengamos, podremos decidir dónde situar una futura base y sabremos dónde están los recursos minerales o el agua congelada necesaria para su operación", explica Seiichi Sakamoto, científico de JAXA.
La nave japonesa investigará la geografía del satélite, la estructura del subsuelo hasta una profundidad de cinco kilómetros, su campo magnético y la gravedad. La misión, que durará un año, tiene un presupuesto de 190 millones de euros y está integrada por un módulo principal en órbita a cien kilómetros de altura sobre la superficie lunar, y dos pequeños satélites en órbitas elípticas.
El proyecto japonés se ha visto catalizado por el programa espacial de China, cuyo meteórico ascenso económico y político inquieta en Japón. Pekín envió el pasado 24 de octubre un cohete al espacio con la sonda automática Chang'e, que girará a 200 kilómetros de la superficie lunar. El coste de la misión, de un año, supera los 130 millones euros.
Chang'e hará un mapa tridimensional del satélite y analizará su superficie. Se trata del primer paso del proyecto lunar chino, que contempla el descenso de una sonda en 2012, la recogida de muestras en 2017, y la llegada de astronautas hacia 2020.
Para Pekín, el objetivo es múltiple: ocupar un lugar de liderazgo en la conquista del espacio, analizar la existencia de recursos minerales, impulsar el desarrollo tecnológico, y potenciar la industria de lanzamiento de satélites comerciales. Sin olvidar las potenciales aplicaciones militares del programa, que se encuentra bajo control del Ejército Popular de Liberación.
Para ello, va a construir una nueva generación de cohetes, Larga Marcha 5, con mayor capacidad de carga. Al mismo tiempo, Pekín utiliza el proyecto para elevar el prestigio internacional del país y el patriotismo local. "China necesita demostrar que no sólo puede alcanzar logros económicos, sino también científicos. A largo plazo, busca recursos minerales", dice Jianli Chen, del Centro de Investigación Espacial de la Universidad de Tejas (EE UU).
China se convirtió en 2003 en el tercer país en situar a un astronauta en órbita con sus propios medios de propulsión, después de la antigua URSS y EE UU. En 2005, colocó a dos, y en 2008 prevé enviar a tres y realizar su primer paseo espacial. "Pero no hay que olvidar que, tecnológicamente, China está aún muy por detrás de EE UU", dice Chen.
La otra gran potencia de Asia, India, lanzará su primera misión lunar en abril próximo. La nave Chandrayaan 1, que incluye instrumentos científicos de EE UU y de la ESA, se pondrán en órbita lunar a 100 kilómetros de altura. Corea del Sur, el último país asiático en sumarse a la exploración espacial, va a construir un centro de lanzamiento, desde donde enviará al espacio un satélite el año que viene. También prevé colocar un astronauta en órbita terrestre con un cohete construido conjuntamente con Rusia.
La carrera está en marcha. Y en Estados Unidos, que prepara una misión orbital lunar igualmente para 2008, preocupa. La NASA piensa realizar una misión tripulada a la Luna en 2020.
El Pais
Las ambiciones chinas y el auge de Asia en los albores del siglo XXI han impulsado la aventura del espacio en este continente, que en menos de un año va a ver el lanzamiento de naves orbitales lunares no tripuladas por parte de las tres potencias regionales: Japón, China e India. El plan de los tres proyectos es similar: realizar mapas de la superficie del satélite, analizar la composición del suelo e identificar las mejores localizaciones para el descenso de astronautas allá por 2020.
La misión japonesa 'Kaguya' tiene un presupuesto de 190 millones de euros Pekín lanzó el mes de octubre un cohete con la sonda lunar 'Chang'e'
Sus observaciones completarán la información adquirida por la nave Smart-1, de la Agencia Europa del Espacio (ESA), que estuvo en órbita lunar de 2004 a 2006.
También un par de misiones estadounidenses anteriores empezaron a cubrir el vacío de exploración científica lunar dejado por el programa Apolo, que llevó a 12 astronautas de la NASA al suelo del satélite entre 1969 y 1972. La meta a largo plazo de las potencias espaciales emergentes asiáticas, al igual que la de la NASA, es establecer bases permanentes en la Luna, como primer paso para la eventual exploración de Marte.
En Asia, la iniciativa de mayor magnitud es la de Tokio. El pasado 14 de septiembre, la Agencia de Exploración Aeroespacial de Japón (JAXA) lanzó un cohete con la sonda Kaguya. "El objetivo es comprender cómo se formó la Luna y cómo ha evolucionado hasta sus condiciones actuales. Con los datos que obtengamos, podremos decidir dónde situar una futura base y sabremos dónde están los recursos minerales o el agua congelada necesaria para su operación", explica Seiichi Sakamoto, científico de JAXA.
La nave japonesa investigará la geografía del satélite, la estructura del subsuelo hasta una profundidad de cinco kilómetros, su campo magnético y la gravedad. La misión, que durará un año, tiene un presupuesto de 190 millones de euros y está integrada por un módulo principal en órbita a cien kilómetros de altura sobre la superficie lunar, y dos pequeños satélites en órbitas elípticas.
El proyecto japonés se ha visto catalizado por el programa espacial de China, cuyo meteórico ascenso económico y político inquieta en Japón. Pekín envió el pasado 24 de octubre un cohete al espacio con la sonda automática Chang'e, que girará a 200 kilómetros de la superficie lunar. El coste de la misión, de un año, supera los 130 millones euros.
Chang'e hará un mapa tridimensional del satélite y analizará su superficie. Se trata del primer paso del proyecto lunar chino, que contempla el descenso de una sonda en 2012, la recogida de muestras en 2017, y la llegada de astronautas hacia 2020.
Para Pekín, el objetivo es múltiple: ocupar un lugar de liderazgo en la conquista del espacio, analizar la existencia de recursos minerales, impulsar el desarrollo tecnológico, y potenciar la industria de lanzamiento de satélites comerciales. Sin olvidar las potenciales aplicaciones militares del programa, que se encuentra bajo control del Ejército Popular de Liberación.
Para ello, va a construir una nueva generación de cohetes, Larga Marcha 5, con mayor capacidad de carga. Al mismo tiempo, Pekín utiliza el proyecto para elevar el prestigio internacional del país y el patriotismo local. "China necesita demostrar que no sólo puede alcanzar logros económicos, sino también científicos. A largo plazo, busca recursos minerales", dice Jianli Chen, del Centro de Investigación Espacial de la Universidad de Tejas (EE UU).
China se convirtió en 2003 en el tercer país en situar a un astronauta en órbita con sus propios medios de propulsión, después de la antigua URSS y EE UU. En 2005, colocó a dos, y en 2008 prevé enviar a tres y realizar su primer paseo espacial. "Pero no hay que olvidar que, tecnológicamente, China está aún muy por detrás de EE UU", dice Chen.
La otra gran potencia de Asia, India, lanzará su primera misión lunar en abril próximo. La nave Chandrayaan 1, que incluye instrumentos científicos de EE UU y de la ESA, se pondrán en órbita lunar a 100 kilómetros de altura. Corea del Sur, el último país asiático en sumarse a la exploración espacial, va a construir un centro de lanzamiento, desde donde enviará al espacio un satélite el año que viene. También prevé colocar un astronauta en órbita terrestre con un cohete construido conjuntamente con Rusia.
La carrera está en marcha. Y en Estados Unidos, que prepara una misión orbital lunar igualmente para 2008, preocupa. La NASA piensa realizar una misión tripulada a la Luna en 2020.
El Pais
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