domingo, 20 de mayo de 2007

CAOS EN MECÁNICA CLASICA Y CUÁNTICA

La mecánica cuántica primero establecida por Planck en 1900 es una de las teorías físicas más relevantes del siglo XX, junto a la Relatividad de Einstein. Estas dos teorías mejoran la física clásica fundada en el siglo XVII por Galileo y Newton. Muchos físicos fueron desarrollando la teoría cuántica, por nombrar sólo algunos: Bohr, Sommerfeld, Heisembreg, de Broglie, Dirac… En 1928 Schrödinguer establece la ecuación de onda, hasta hoy aceptada, que predice con exactitud gran cantidad de fenómenos de la microfísica. Sin embargo hasta hoy sigue la controversia sobre la descripción de esta onda, es decir la interpretación de Copenhague. En ella el cuadrado de la función de onda nos da la probabilidad de encontrar el electrón en un pequeño volumen localizado del espacio.
Junto a la relatividad y la cuántica podemos agregar otro gran descubrimiento físico-matemático-computacional del siglo XX: el caos.
No vamos aquí a hablar del caos político y social sino de un comportamiento de la naturaleza descrito por las matemáticas y aplicable en el campo de las ciencias exactas y naturales. Daremos una definición de caos, para pasar a explicar sus cualidades.
Definiremos caos a un comportamiento oscilatorio de apariencia aleatorio, determinista, con sensibilidad a las condiciones iniciales, e imprevisible a futuro. Matemáticamente se da el caos en los sistemas dinámicos no lineales.
Siempre se trata de una variable que evoluciona con el tiempo como la temperatura ambiente o la posición de una partícula. Esa variación es muy complicada o seudo aleatoria, no sigue ningún patrón. Dicho de otra forma no es como la sucesión del día y la noche que es totalmente repetitivo. Justamente en 1963 Lorenz, tratando de hacer un modelo matemático de la atmósfera, encontró que los parámetros meteorológicos variaban caprichosamente con el tiempo, es decir de una forma aparentemente aleatorea. Es por eso que hoy día se hace imposible el pronóstico meteorológico a largo plazo.
Sin embargo incluimos en la definición al determinismo, ya que la descripción matemática de estos fenómenos sigue una ley determinada por la solución de un sistema de ecuaciones diferenciales precisas o de un sistema de ecuaciones iterativas determinadas.
La sensibilidad a las condiciones iniciales es otra propiedad del caos por la cual una pequeña diferencia el valor inicial de la variable en cuestión arroja con el tiempo una gran variación. Es lo que se ejemplifica con el “efecto mariposa”. De dos mariposas que aletean en Buenos Aires una puede no producir nada y la otra provocar a la larga un huracán en el Caribe.
Por culpa de un clavo, se pierde la herradura,
Por culpa de la herradura, se pierde el caballo,
Por culpa del caballo, se pierde el jinete,
Por culpa del jinete, se pierde el mensaje,
Por culpa del mensaje, se pierde la batalla,
Por culpa de la batalla, se pierde el Reino

Podría pensarse que si determinamos con exactitud la condición inicial tendríamos la evolución exacta conocida. Sin embargo toda medición física posee un error. Además ese error no puede hacerse tan pequeño como uno quisiera a causa de la indeterminación de Heisemberg. Por lo tanto tenemos una imprevisibilidad del comportamiento futuro.
La matemática, como decíamos, encuentra el fenómeno caótico en sistemas no lineales. Es decir el efecto de dos fenómenos no es la suma de los fenómenos por separado.
Encontramos caos en la atmósfera, en la población de mosquitos que varía año a año caprichosamente, en la turbulencia del humo del cigarrillo, en la convección, en algunas reacciones químicas, en el EEG y en el ECG de personas enfermas, etc ¡Incluso en el movimiento de una botella de Coca Cola vacía que posee cinco puntos de apoyo! En efecto, al desviarla de la posición de equilibrio pasa de apoyarse en dos patas a apoyarse sólo en una, entonces una ligera perturbación (sensibilidad a la condición inicial) la hace tumbar hacia la derecha o a la izquierda, y así siguiendo.
Sin embargo hay cierta frivolidad en decir que cualquier oscilación escarpada es caótica ya que para ello habría que someterla a la prueba de las cuatro cualidades: oscilación seudoaleatoria, sensibilidad a las condiciones iniciales, determinismo e imprevisibilidad a futuro.
El asunto entonces es ver si puede existir un caos cuántico. Desde el libro “Chaos in
Classical and Quantum Mechanics” (Gutzwillwer, Springer, 1990) mucho se ha avanzado aunque es un tema aún abierto.
Hay casos de caos débil en mecánica cuántica como en la colisión de ondas en una caja de dos dimensiones. Esto requiere un gran esfuerzo matemático. Existen sin embargo notables ejemplos donde el cálculo numérico utilizando computadoras ha dado las claves de una solución analítica (algebraica) al problema. Un ejemplo físico que mostraría caos en mecánica cuántica es el del átomo de hidrógeno en un campo de microondas.
También, aunque más matemático, son las relaciones entre los análogos cuánticos de los mapas discretos.
La ausencia de trayectorias de la mecánica cuántica, expresada patentemente en el principio de indeterminación de Heisemberg, junto a las trayectorias clásicas errantes del caos, han llevado a los filósofos de la ciencia a plantearse la inclusión del azar en la física. El azar ya desde el tiempo de los griegos es propio del mundo corruptible sublunar, según la creencia del momento. Más allá de él se encontraba lo perfecto de las trayectorias de las estrellas. Azar fue luego definido por la intersección de series causales diferentes que ocurren en sincronía espaciotemporal. Es decir el azar se explica por la causa y no la causa por el azar. Mucho ha avanzado la filosofía del azar hasta el presente, pero basta este esquema para entender las casualidades de la microfísica.

La ciencia como religión

La unidad del conocimiento, según Edward O. Wilson

Firmante: Mariano Artigas (1999)

La fragmentación del saber es uno de los problemas de nuestra época. Sabemos muchas cosas, pero muy distintas, y no siempre es fácil encontrar pautas que ayuden a orientar la conducta. Edward O. Wilson, profesor de Harvard y autor de varios best-sellers, propone en su último libro poner en el centro de todo la biología evolutiva para integrar nuestros conocimientos. Pero ese camino quizás nos acerque más a las hormigas que a nosotros mismos.


Ya nos estamos acostumbrando a ver títulos de películas en inglés, pero ahora empezamos con los libros. Hace un año se anunciaba en los Estados Unidos como best seller, antes de salir, un nuevo libro de Edward Osborne Wilson titulado Consilience. La versión castellana conserva el título original, que no es una palabra ordinaria ni siquiera en inglés. Eso sí, el título va acompañado de la traducción al castellano del subtítulo original: La unidad del conocimiento (1).

Edward O. Wilson nació en los Estados Unidos en 1929. Se doctoró en biología por la Universidad de Harvard en 1955, y desde entonces siempre ha enseñado en esa Universidad. Ha ganado dos veces el premio Pulitzer, con sus libros Sobre la naturaleza humana (1978) y Las hormigas (1990). Su libro Sociobiología (1975) fue un hito importante en el desarrollo de esa disciplina científica que estudia la relación entre los genes y la conducta. Ha publicado otros seis libros. Ha recibido diversos títulos honoríficos y es considerado como una autoridad en el estudio de los insectos sociales (especialmente las hormigas), la sociobiología y el medio ambiente (biodiversidad).

Wilson toma el título de su libro, Consilience, de William Whewell, quien lo utilizó en su obra Filosofía de las ciencias inductivas, publicada en 1840, para indicar que la "coincidencia" o "confluencia" de resultados obtenidos en diferentes ámbitos sirve para probar la verdad de una teoría.

Ante la fragmentación del saber

En esta nueva obra, Wilson se propone construir un puente entre la ciencia y las humanidades (pp. 164 y 266), resolviendo de este modo el dilema espiritual de la humanidad (pp. 48, 61, 224-225, 262 y 264). La obra se plantea una meta muy ambiciosa, porque, en efecto, uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo es la fragmentación del saber. Pero la solución de Wilson es, en el fondo, un materialismo de tipo biológico.

La unidad del conocimiento, base para la solución de los grandes problemas humanos, se alcanzaría, según Wilson, poniendo a la biología evolutiva en el centro de todo: su mensaje es que si llegamos a saber quiénes somos, mediante un mejor conocimiento de la evolución y de sus resultados, sabremos hacia dónde hemos de ir. Se trata de la tesis central de la sociobiología, y Wilson la está repitiendo desde 1975, pero ahora la presenta actualizada y con nuevo ropaje. A su juicio, las ciencias naturales son la clave para unificar todo lo demás: las ciencias sociales, las artes, la ética y la religión deberían interpretarse en clave biológica.

El hechizo jónico

El libro está bien escrito. El autor utiliza sus conocimientos biológicos para conseguir un texto lleno de ejemplos. Es también directo y elegante.

En el primer capítulo, titulado "El hechizo jónico", Wilson realiza una apología de la unidad del conocimiento tal como, según él, la realizaron los jonios en la antigüedad griega y tal como él la experimentó al estudiar en la Universidad. Wilson explica que fue educado en la religión fundamentalista de los baptistas del sur de los Estados Unidos, pero descubrió las contradicciones de esa religión y, sobre todo, descubrió la evolución, de la cual nada decían los autores bíblicos.

Dice que no se hizo agnóstico ni ateo, sino que simplemente dejó su iglesia; y añade: "Tal es, así lo creo, el origen del hechizo jónico: preferir la búsqueda de la realidad objetiva a la revelación es otra manera de satisfacer el anhelo religioso. Es una empresa casi tan antigua como la civilización y está entretejida con la religión tradicional, pero sigue un rumbo muy distinto... Su lema fundamental, como Einstein sabía, es la unificación del conocimiento. Cuando hayamos unificado lo suficiente determinado conocimiento, comprenderemos quiénes somos y por qué estamos aquí" (p. 14).

Desde luego, si Wilson prefiere encontrar el sentido de su vida en la evolución más que en la religión, es su problema; pero no se contenta con esto: opone "la búsqueda de la realidad objetiva" y "la revelación", dando a entender que la búsqueda de la realidad objetiva es la ciencia, la realidad objetiva es la evolución, y la revelación es un cuento chino. Eso sí, lo dice con elegancia.

Pero, ¿quién garantiza que eso es verdad? La ciencia, no: ninguna ciencia dice que sólo vale el conocimiento científico, entre otras cosas porque eso sería como la pescadilla que se muerde la cola. Decir que la ciencia llega hasta aquí o hasta allá supone que reflexionamos sobre la ciencia, y eso ya es una actividad filosófica que va más allá de la ciencia. Por tanto, al emitir una valoración acerca de la ciencia ya estamos admitiendo que hay conocimientos válidos fuera de la ciencia: como mínimo, la reflexión filosófica que es necesaria para juzgar el valor de la ciencia.

Más preguntas

Hablar del "hechizo jónico" es una manera elegante de hablar del materialismo. Sin duda, los jonios tuvieron el gran mérito de buscar los componentes comunes a todos los cuerpos, y esta idea sigue presente como guía de la ciencia moderna. Se trata de lo que tradicionalmente se ha denominado "causa material", que responde a la pregunta "¿de qué está hecho esto?". Es una pregunta importante, si queremos conocer la naturaleza con detalle. Pero no es, ni mucho menos, la única pregunta que puede hacerse. También es importante saber cómo se organizan los componentes (causa formal), cómo actúan (causa eficiente), qué función desempeñan (causa final). Y podemos hacernos más preguntas que se salen de la órbita puramente materialista y nos llevan hasta las dimensiones espirituales.

El materialismo es tan antiguo como la civilización occidental. Según los materialistas, si somos capaces de decir de qué está hecho algo y cómo funciona, ya sabemos todo lo que se puede saber. Sócrates, y tras él Platón y Aristóteles, dijo que la realidad es mucho más rica, y que no se puede agotar explicándola en clave materialista. La tradición socrática ha prevalecido en la historia de Occidente. Pero el enorme progreso alcanzado por las ciencias naturales lleva a algunos autores, como Wilson, a defender un materialismo sofisticado que se presenta apoyado en el progreso de la ciencia actual.

La conclusión, expuesta en el último capítulo, es clara: "He argumentado que intrínsecamente existe sólo una clase de explicación... La idea central de la concepción consiliente del mundo es que todos los fenómenos tangibles, desde el nacimiento de las estrellas hasta el funcionamiento de las instituciones sociales, se basan en procesos materiales que en último término son reducibles, por largas y tortuosas que sean las secuencias, a las leyes de la física..." (pp. 389-390).

El eje del humanismo actual

El libro resulta atractivo porque está bien escrito y presenta abundantes datos y razones de tipo científico. Wilson lleva toda una vida como profesor en Harvard, y sería injusto no reconocerle competencia científica y elegancia de estilo. Ciertamente, el lector culto no va a encontrar nada que de un modo u otro no sepa ya. No se trata de un libro donde Wilson presente de modo asequible al gran público sus conocimientos especializados científicos. Se trata, más bien, de un ensayo de tipo filosófico, en el que Wilson reflexiona sobre todos los ámbitos de la vida humana, en su intento de mostrar que la ciencia natural debería constituir el eje del humanismo actual.

Tomando pie en lo que el mismo Wilson explica en su libro y, además, en su trato personal con él, Michael Ruse afirma que Wilson es una persona profundamente religiosa, sólo que ha sustituido su protestantismo fundamentalista inicial por una especie de épica religiosa evolucionista que se plantea el reto de ser fieles a lo que nos viene indicado por la evolución. En esa línea, la defensa de la biodiversidad y, en general, la simpatía por todos los tipos de vida que existen, constituyen una parte fundamental del programa de Wilson.

La religión materialista

Wilson presenta su propuesta como la "búsqueda de la realidad objetiva", como una "manera de satisfacer el anhelo religioso", diferente de la que proporciona la religión tradicional. Pero esto significa que nos encontramos, una vez más, con una especie de cientificismo que pretende juzgar toda la realidad utilizando como metro la ciencia natural.

El materialismo siempre tiene un agarradero. En efecto, no somos espíritus puros. Formamos parte de la naturaleza. Por tanto, es posible relacionar cualquier aspecto de nuestra vida, hasta los más sublimes, con condiciones materiales. Materia y espíritu forman, en el ser humano, un solo ser. El pensamiento, la libertad, la decisión moral, e incluso las experiencias místicas, en nuestro caso se encuentran entretejidos con neuronas, genes y carbohidratos. Pero el materialismo es falso, en la medida en que sostiene que no somos "nada más que" neuronas, genes y carbohidratos.

Los materialistas actuales suelen defenderse diciendo que ellos no sostienen un materialismo "reduccionista". Admiten que existe una pluralidad de niveles en la realidad, de tal modo que lo químico sobrepasa a lo físico, lo biológico sobrepasa a lo físico-químico, y lo cultural sobrepasa a lo biológico. Pero la emergencia de nuevos niveles más bien parece apuntar hacia explicaciones que van más allá del materialismo, sobre todo si tenemos en cuenta que existen niveles de complejidad creciente, enormemente sofisticados, que culminan en el ser humano: el organismo humano proporciona la base biológica para la existencia de seres dotados de autorreflexión, de capacidad de argumentar y de hablar, de libertad y de responsabilidad ética.

El materialismo, en su afán de explicarlo todo mediante los componentes materiales, pretende apoyarse en la ciencia, pero se encuentra con la sorpresa de que, para explicar la existencia y el progreso de la ciencia, es necesario admitir que poseemos cualidades que van más allá de lo material.

"La esencia del dilema espiritual de la humanidad -escribe Wilson- es que evolucionamos genéticamente para aceptar una verdad y descubrimos otra" (p. 385). Esto significa que la evolución, que es la clave de su explicación biologista, nos ha capacitado para manejarnos en la vida práctica, pero a la vez, como un subproducto secundario, nos ha dotado de un cerebro que nos lleva a buscar significados e inventar explicaciones sobre el sentido de nuestra vida. Por tanto, el materialismo se enfrenta con la tarea de explicar esos subproductos que parecen tener una vida propia. Pero la tarea es demasiado difícil. "La ética y la religión -advierte Wilson- son todavía demasiado complejas para que la ciencia de hoy en día las pueda explicar en profundidad... La ciencia se enfrenta en la ética y la religión a su desafío más interesante y posiblemente humillante" (p. 387).

En efecto, si nos preguntamos qué es lo que diferencia al ser humano de los chimpancés, orangutanes y gorilas, podemos constatar, como un hecho fácilmente verificable, que una de las diferencias principales, quizá la principal de todas, es que los humanos nos planteamos problemas éticos y religiosos. El ser humano es capaz de reconocer a Dios como creador e incluso como padre, es capaz de hablar con Él, de pedirle cosas, de darle gracias, de buscar la unión con Dios y de dar sentido a su vida a la luz de la religión.

Al intentar explicar todo esto mediante las ciencias, el materialismo choca con un desafío permanente. Wilson dice que incluso es humillante. No lo sé. Lo será si uno pretende poner a la religión bajo sus pies en nombre de la ciencia, utilizando poderosos razonamientos y experimentos. Pero esa pretensión es absurda. El cientificismo es contradictorio. La ciencia natural estudia pautas espacio-temporales, y obtiene resultados impresionantes mientras trabaja con rigor en su propio ámbito. Pero si la sacamos fuera de su sitio y queremos que desempeñe funciones que no son las suyas, no podemos extrañarnos de llegar a resultados raquíticos o más bien nulos.

El fantasma de Galileo

Hablando de la evolución, Wilson escribe, que "a los autores bíblicos se les había escapado la más importante de todas las revelaciones" (p. 13), porque no hablan de la evolución. Si nos ponemos así, podemos cargar a la religión con todos los defectos que queramos. Pero, siguiendo la misma lógica (bastante raquítica, desde luego), podríamos echar en cara a los científicos que no nos dicen nada acerca de Dios, de la moral y de nuestro destino eterno, y eso que llevan casi cuatro siglos trabajando en equipo y disponiendo de unos medios materiales enormemente poderosos.

Por otra parte, es una lástima que un científico de prestigio, como Wilson lo es, continúe una línea cientificista que merecería ser olvidada de una vez por todas. Wilson se pregunta: "¿Podrían ser las Sagradas Escrituras sólo el primer intento culto de explicar el universo y de hacernos significantes en él? Quizá la ciencia es una continuación, sobre un terreno nuevo y mejor probado, para conseguir el mismo objetivo. Si es así, entonces en este sentido la ciencia es religión liberada y gran escritura" (pp. 13-14). Sin embargo, los objetivos de la ciencia y la religión son diferentes. No tiene sentido presentar a la ciencia como "religión liberada", a no ser que lo que se pretenda no sea hacer ciencia, sino construir una especie de nueva "religión de la ciencia", una religión basada en la ciencia y avalada por su prestigio.

Eso parece ser lo que Wilson hace. Se da cuenta de que necesitamos una religión que dé sentido a nuestra vida, piensa que sólo la ciencia proporciona conocimientos válidos acerca de la realidad, e intenta "continuar" la ciencia con una prolongación de tipo religioso, sólo que se trata de una religión completamente secularizada y abiertamente materialista. En efecto, en esa religión todo debe ser explicado a la luz de la biología. Los genes mandan. La cultura, las humanidades, la religión y la ética son productos de la evolución y están en función de ella.

Fuera del alcance de la ciencia

Esto es cientificismo puro y duro, y Wilson debería saberlo. Basta ir a la página Web de la American Association for the Advancement of Science, que tiene un carácter completamente científico, para encontrar afirmaciones como la siguiente: "La ciencia no puede resolver todas las preguntas. Algunas preguntas se encuentran, sencillamente, más allá de los parámetros de la ciencia. Muchas preguntas que se refieren al significado de la vida, a la ética y a la teología son ejemplos de preguntas que la ciencia no puede resolver".

En los Estados Unidos, como consecuencia de los conflictos judiciales creados por los "creacionistas científicos", se han visto obligados a precisar cuidadosamente qué es ciencia y qué no es ciencia, y cuál es el alcance de la ciencia. A estas alturas no tiene sentido pretender que la ciencia lo explique todo, ni se puede presentar la ciencia y la religión como si fuesen realidades opuestas, ni cabe diluir la religión y la ética en la ciencia.

En el caso Galileo, se pretendía que el heliocentrismo era contrario a una serie de pasajes de la Biblia donde se habla de que el Sol se mueve y la Tierra está quieta. Pero se sabía desde siempre (San Agustín lo explica claramente) que la intención de la Biblia no es enseñar astronomía, y que, cuando hablan de fenómenos astronómicos, los autores sagrados emplean las ideas comunes de su época. La revelación divina no pretende enseñarnos física. En la actualidad, el cientificismo provoca una situación semejante, pero al revés, cuando pretende hacer decir a la ciencia lo que la ciencia nunca pretende ni puede decir.

La unidad del conocimiento es un problema pendiente, y es importante que Wilson lo recuerde. Sin embargo, la primera condición para plantear adecuadamente el problema es evitar cualquier imperialismo reduccionista: de lo contrario, no conseguiríamos la unidad de diferentes conocimientos, sino la aniquilación de unos en beneficio de otros. Ciencia natural, ciencias humanas, humanidades y teología representan perspectivas diferentes y complementarias, y sus relaciones son múltiples y variadas. Ni siquiera existe un modo único de relacionarlas. La riqueza de las dimensiones de la vida humana lo impide.

Mariano Artigas es profesor ordinario de Filosofía de la Naturaleza y de las Ciencias en la Universidad de Navarra.

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(1) Edward O. Wilson. Consilience. La unidad del conocimiento. Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores. Barcelona (1999) 485 págs. 2.650 ptas. Tít. or.: Consilience:The Unity of Knowledge.

Físico y creyente

Nelson Page, físico especialista en agujeros negros y en la teoría del "Big Bang", afirma que es posible profundizar en la ciencia y creer. Lo cuenta Allen Abel en un reportaje, aquí resumido, para Saturday Night (Toronto, 24 febrero 2001).


El Profesor Nelson Page, estadounidense, es un prestigioso cosmólogo de la Universidad de Alberta (Canadá) y uno de los mejores expertos mundiales en agujeros negros, gravedad cuántica y el Big Bang. Es amigo y frecuente colaborador de Stephen Hawking.

Tiene 52 años, es padre de cinco hijos, dos de ellos adoptados en Haití, y es de religión baptista. Durante treinta años, Page ha intentado retratar el universo de manera consecuente con la fe y con el radiotelescopio. Esto le ha valido algunas desavenencias e incluso burlas de "ambas partes". Pero dice que una vida compartida con la ciencia y la fe no es una tarea imposible. Y cita el libro de los Salmos, que conoce bien: "Grandes son las obras de Yahvéh, meditadas por los que en ellas se complacen". A veces, mientras ayudaba a Hawking a tomar el desayuno, Page trataba de darle doctrina, aunque sin mucho éxito. En cierta ocasión, durante un congreso celebrado en Moscú, tendió una Biblia a Andrei Sajarov, mientras le decía: "Usted es un hombre de paz y este es un libro sobre el Príncipe de la Paz". Sajarov no quiso aceptar el regalo.

Como tantos físicos contemporáneos, Page anda detrás de una gran teoría unificada de toda la realidad física, es decir, un sistema de ecuaciones básicas que explicarían el movimiento de todos los objetos del cosmos, desde las galaxias hasta el baile subatómico de los quarks. Estas ecuaciones pueden existir o no, lo que añade encanto a la búsqueda, dice el profesor.

Las especialidades de Page son los agujeros negros y la gravedad cuántica. En sus estudios trata de averiguar la energía que tendría todo el universo en los primeros instantes posteriores a la gran explosión.

El profesor piensa que la búsqueda de la gran teoría unificada debería contar tanto con las condiciones del universo en el instante del Big Bang –que los físicos llaman la "singularidad cósmica"–, como con las "leyes dinámicas", que nos dicen cómo se ha desarrollado el universo. Si el universo está en continua expansión, en algún momento ha sido más pequeño de lo que es ahora, y así sucesivamente hasta la singularidad cósmica. Además, según los trabajos de Page sobre gravedad repulsiva, el universo puede estar expandiéndose a ritmo acelerado, de modo que las galaxias continúan alejándose unas de otras.

Desde el momento que no hay razones para pensar que las leyes físicas cambian de repente en mitad de los procesos, se puede pensar que las leyes que hoy gobiernan el universo fueron las que dirigieron su expansión. Lo que todos los científicos tienen que hacer ahora es averiguar qué reglas son esas.

Una guía para entender este problema es la Flecha del Tiempo. El tiempo, tal y como lo concebimos nosotros, es lineal y unidireccional. Stephen Hawking ha teorizado que si el universo se expandiera hasta cierto punto y a partir de ahí empezara a contraerse, la Flecha del Tiempo iría en sentido contrario, es decir, "en la fase de contracción las personas vivirían sus vidas hacia atrás: morirían antes de nacer y serían cada vez más jóvenes mientras el universo se contrajera", según propuso en A Brief History of Time.

Pero Page demostró a Hawking que se equivocaba. Incluso en ese caso, la flecha aún apuntaría hacia adelante y la entropía seguiría incrementándose, no decreciendo. ¿Cómo se tomó Hawking la corrección?, pregunta el periodista a Page. "Al verse contradicho, estuvo ligeramente terco, hasta que se convenció. Pero cuando se convenció, lo reconoció de muy buen grado y dijo que aquel era el mayor error que había cometido jamás... al menos en la ciencia".

"La mente del universo", de Mariano Artigas

Puentes entre ciencia y fe

Firmante: Octavio Rico (1999)

Durante los últimos siglos, ciencia y religión no han tenido relaciones muy amistosas. Pero hoy, como argumenta el físico y filósofo Mariano Artigas en su última obra, La mente del universo (1), se puede dejar atrás los antiguos malentendidos. Este importante libro explica minuciosamente cómo es posible la nueva concordia. La cosmovisión científica actual descubre en la naturaleza una auto-organización congruente con la acción divina.


Mariano Artigas (Zaragoza, 1938), doctor en Física y en Filosofía, tiene la competencia precisa para abordar la cuestión. Profesor de Filosofía de la Naturaleza en la Universidad de Navarra, ha publicado trece libros sobre las relaciones entre ciencia, filosofía y teología. Entre sus obras destacan Filosofía de la ciencia experimental (ver aceprensa 71/89), La inteligibilidad de la naturaleza o El desafío de la racionalidad (ver aceprensa 53/95).

El título -deliberadamente provocativo, dice el autor- de su último libro está tomado de Séneca, que respondió así esa pregunta eterna: "¿Qué es Dios? La mente del universo. ¿Qué es Dios? El todo que ves y el todo que no ves". Artigas usa la misma fórmula, pero no en sentido panteísta: se refiere a Dios como "la mente del universo" para expresar que la naturaleza posee racionalidad, información y creatividad.

La ciencia experimental, señala el autor, no debería ser utilizada como base de perspectivas reduccionistas o cerradas al espíritu, puesto que incluye no sólo un conocimiento acerca de los hechos, sino también las condiciones necesarias para que se dé ese conocimiento. Tales condiciones pueden ser consideradas, según Artigas, como supuestos cuyo análisis constituye una tarea filosófica y teológica. A través de ese análisis pueden encontrarse los puentes de diálogo o, si se prefiere, las claves necesarias para superar los escollos que suelen presentarse al tratar aquellas cuestiones en que se hallan implicadas tanto las ciencias experimentales, como la fe o la ciencia teológica.

Al considerar las condiciones que hacen posible el conocimiento y el progreso científicos, Artigas centra su atención en tres supuestos generales: la racionalidad del universo (supuesto ontológico), relacionada con el orden de la naturaleza; la capacidad humana para conocer ese orden (supuesto epistemológico), que incluye las diversas modalidades de la argumentación científica, y los valores implicados por la actividad científica (supuesto ético), que incluye aspectos como la búsqueda de la verdad o el servicio a los demás. El análisis de dichos supuestos -siempre con los resultados de la ciencia contemporánea, como telón de fondo- puede proporcionar, según Artigas, una clave valiosa para comprender el significado del progreso científico y, por tanto, su alcance teológico.

Fuera del alcance de la ciencia

Las circunstancias concretas de la ciencia y de la epistemología tal como se encuentran al final del siglo XX parecen brindar una base muy interesante para dar solidez al argumento que desarrolla Artigas. "La ciencia experimental -advierte el autor- por sí sola nunca llegará hasta Dios, hasta la acción divina, hasta las dimensiones espirituales del ser humano o las leyes morales, porque estas realidades caen fuera de los objetivos de esa ciencia y no pueden ser estudiadas utilizando el método de la contrastación experimental". Podemos pensar, sin embargo, en "puentes filosóficos" a través de los cuales es posible conectar la ciencia experimental con la teología.

El problema es que esos puentes no están ya hechos: hay que construirlos. "Un puente científico -afirma Artigas- no serviría, porque permanecería del lado de la ciencia y no podría funcionar como puente. Sólo queda una posibilidad: que la filosofía y la teología puedan incorporar dentro de sus propios ámbitos los logros científicos". En el diálogo actual entre ciencia y religión, los puentes entre ambos campos se suelen denominar "cuestiones fronterizas": aquellas, como el origen del universo, que son abordadas tanto por la ciencia como por la religión -o la metafísica-, aunque desde perspectivas diferentes.

Es cada vez más elevado el número de científicos -que, a la vez, piensan como filósofos de la ciencia- que defienden y buscan el diálogo entre la fe y la ciencia experimental. Algunos de ellos -es el caso del físico Stanley Jaki- están convencidos de que "existe una avenida intelectual que constituye a la vez la ruta de la ciencia y el camino hacia Dios". Otro de los que así piensan, el físico John Polkinghorne, hablaba recientemente del "curioso modo en que la ciencia moderna parece apuntar casi irresistiblemente más allá de sí misma".

Más allá del mecanicismo

Ahora, por vez primera en la historia, se dispone de una cosmovisión científica que proporciona una imagen rigurosa y unificada del mundo, porque abarca todos los niveles naturales (el microfísico y el macrofísico, incluido el biológico) y sus relaciones mutuas. Dentro de esa nueva visión del mundo, el orden natural es visto como una propiedad de la naturaleza que debe ser supuesta por la ciencia para que la empresa científica tenga sentido.

En la antigüedad, la naturaleza era considerada ante todo como el mundo de los seres vivientes. En esa cosmovisión, que suele conocerse como "organicista" -el mundo como un organismo-, la finalidad desempeña un papel esencial. Más tarde, el éxito sistemático de la ciencia experimental moderna a partir del siglo XVII se centró principalmente en las ciencias físicas. El mundo comenzó a ser contemplado, entonces, como una máquina, donde aparentemente no hay lugar para la finalidad; todo sería explicable en términos de reacciones físico-químicas gobernadas por el azar, pero a la vez precisas como una máquina.

Más recientemente, el enorme desarrollo de la física, y el consiguiente progreso de la química, ha proporcionado la base para una nueva biología que vuelve a ocupar un lugar central en la ciencia natural. Esto significa, en otras palabras, que otra vez resulta adecuado hablar de teleología, es decir, de dimensiones finalistas en el contexto científico. Algunos autores han comenzado a usar el término "post-mecanicista" para denominar a esta cosmovisión actual.

La nueva cosmovisión científica

Refiriéndose a esa nueva concepción, Paul Davies y John Gribbin, destacados filósofos de la ciencia, han hecho notar que "la transición hacia un paradigma 'postmecanicista', un paradigma adecuado para la ciencia del siglo XXI... está llevando consigo una nueva perspectiva sobre los seres humanos y su papel en el gran drama de la naturaleza... No dudamos -añaden- de que la revolución que tenemos el inmenso privilegio y fortuna de presenciar delante de nuestros ojos alterará para siempre la idea que el hombre tiene del universo".

Entre los rasgos de ese nuevo paradigma, Artigas llama la atención sobre la evidencia de un cierto tipo de auto-organización que incluye la información como uno de sus rasgos característicos (2). La auto-organización se ha convertido, en efecto, en la metáfora utilizada habitualmente para representar la cosmovisión científica actual, si bien -hace notar el autor- "nuestro conocimiento de la auto-organización no ha hecho más que empezar".

El concepto de materia parece haber perdido definitivamente algunas connotaciones que tenía en la anterior cosmovisión mecanicista. La materia no se considera ya pasiva e inerte, sino como algo que posee un dinamismo interno en todos los niveles naturales, no sólo en el ámbito biológico, sino también en el inorgánico.

La cosmovisión actual implica, pues, un proceso gigantesco de auto-organización en el cual han emergido muchas novedades que no pueden representarse como una mera suma de sus componentes. El universo está, por tanto, lleno de potencialidades no actualizadas, y cualquier nueva forma de integración de información puede provocar nuevos resultados.

La finalidad, rehabilitada

Los puentes teleológicos -todas aquellas dimensiones relacionadas con la finalidad natural- tienen un gran interés en el actual diálogo entre la fe y la ciencia experimental. La ciencia experimental nacida en el siglo XVII y su posterior desarrollo, con el consiguiente enfoque mecanicista del mundo, pareció minar los fundamentos de ese puente. La nueva cosmovisión, sin embargo, parece restaurarlo de un modo nuevo e interesante. A este capítulo dedica Artigas una atención particular en su libro.

La existencia de teleología natural en nuestro mundo puede ser considerada como un hecho bien corroborado en la actualidad, no sólo en el nivel biológico sino también en el físico-químico. No hay duda de que el mundo biológico está lleno de fenómenos teleológicos: se trata de dimensiones finalistas porque implican que distintos componentes colaboran para alcanzar un objetivo común. Esta conclusión es nueva y conviene apreciarla como uno de los hechos relevantes en el contexto de la nueva cosmovisión científica. Hasta ahora, el estado de las ciencias no proporcionaba una base suficiente para obtenerla; solamente el progreso científico en las últimas décadas del siglo XX ha hecho posible alcanzar esta posición ventajosa.

Así, en la actualidad es posible contemplar nuestro mundo como el resultado de un proceso gigantesco de auto-organización. Sucesivas potencialidades específicas han sido actualizadas y han producido una serie de sistemas crecientemente organizados que culminan en el organismo humano, el cual proporciona la base para una existencia verdaderamente racional. La dimensión teleológica de este planteamiento es del todo evidente, e igualmente lo es el enfoque que puede hacerse de la evolución cósmica y biológica a partir de esta nueva visión del cosmos.

La obra inacabada de Dios

En consonancia con la cosmovisión post-mecanicista, se puede muy bien pensar en un Dios personal que ha concebido el dinamismo natural y se sirve de él para producir, de acuerdo con las leyes naturales, niveles sucesivos de innovaciones emergentes que, en último término, hacen posible la existencia de seres verdaderamente racionales (3).

Tomás de Aquino, en sus comentarios a la Física de Aristóteles, da una definición de la naturaleza que encaja a la perfección en este contexto: "La naturaleza no es otra cosa sino el plan de un cierto arte, concretamente un arte divino, inscrito en las cosas, por el cual esas cosas se mueven hacia un fin determinado: como si quien construye un barco pudiese dar a las piezas de madera que pudieran moverse por sí mismas para producir la forma del barco". En este texto -que bien podría tomarse como una aproximación del siglo XIII a la cosmovisión científica actual-, la naturaleza es contemplada como la obra de Dios, que progresa hacia su forma plenamente constituida, pero que es llevada por un principio anterior, por una tendencia natural que es el resultado de la acción de Dios.

Considerando la novedad de su perspectiva, así como la amplitud de la horizontes que abre al lector, La mente del universo "puede considerarse -en palabras del Card. Paul Poupard, presidente del Consejo Pontificio para la Cultura- no sólo una contribución destacada, sino también un avance importante en el área del diálogo contemporáneo entre fe y ciencia".

Creación y evolución no se contraponen

Cuando se considera el problema del origen del universo, es prácticamente inevitable decantarse por una de las dos posiciones que se han propuesto desde la antigüedad. La primera contempla el universo como el resultado de una creación divina; la otra lo ve como algo auto-suficiente y auto-contenido, y, por tanto, infinito y, a veces, también como una manifestación de la divinidad misma de acuerdo con algún tipo de panteísmo. La novedad real en nuestra época es que, por vez primera, se ha formulado una posición que pretende basarse en el progreso de la cosmología y afirma que el universo tuvo un comienzo en el tiempo pero que, no obstante, es completamente independiente de cualquier acto divino de creación: sería una especie de creación sin creador.

Llegados a este punto, conviene hacer notar -y así lo hace Artigas en su libro- que "la sola ciencia no puede probar la existencia de la creación divina. Desde el punto de vista científico siempre podemos suponer que un estado del universo, por elemental que sea, fue el resultado de otros estados precedentes. Los argumentos que pueden llevarnos a admitir la existencia de una creación divina son más bien metafísicos y religiosos. No podemos probar mediante argumentos racionales que el mundo ha tenido un origen en el tiempo". Es más, si los cristianos creen esto es porque -como ya lo subrayó Tomás de Aquino- está contenido en la Revelación.

El fundamento ontológico último del universo es, en fin, un problema que no puede ser decidido mediante argumentos puramente físicos, sino un problema metafísico que debe ser tratado usando argumentos filosóficos. "Ninguna teoría de las ciencias naturales -afirma William Carroll- puede contradecir la doctrina de la creación, porque lo que explica la creación no es un proceso, sino la dependencia metafísica en el orden del ser".

La espiritualidad humana y la actividad divina resultan congruentes con un proceso de evolución biológica que incluye también el origen del organismo humano. Por otra parte, hay que recordar que la doctrina de las grandes religiones no se opone a la doctrina científica de la evolución.

Nuevo evolucionismo

De modos diversos, la Iglesia católica ha venido repitiendo esas ideas desde que, en 1950, Pío XII se refirió al origen del cuerpo humano en su encíclica Humani generis. Más recientemente, Juan Pablo II, en un mensaje dirigido en 1996 a la Academia Pontificia de Ciencias, refiriéndose a las "teorías de la evolución", afirmaba que la teoría de la evolución de las especies debería ser considerada en la actualidad como algo "más que una hipótesis", es decir, como una teoría válida siempre que no se haga de ella "una interpretación exclusivamente materialista" (ver servicio 147/96). Una interpretación así colisionaría con la verdad acerca del hombre y sería incapaz de proporcionar un fundamento para la dignidad de la persona humana.

La evolución -el "carácter evolutivo del universo", tal como apunta Whitrow- es, en efecto, uno de los ingredientes principales de la cosmovisión contemporánea, pero no debería ser usada para argumentar a favor del materialismo mediante razonamientos que parecen científicos y que son, en realidad, filosóficos, y filosóficamente incorrectos. Hoy se puede afirmar, a la luz de la nueva cosmovisión, que la naturaleza es racional en la medida en que ha sido formada mediante principios racionales, y también porque proporciona la base para la existencia de seres racionales.

Algunos científicos presentan la evolución como si ésta fuese necesariamente algo incompatible con la religión. Dos de ellos, Jacques Monod, premio Nobel francés, y Richard Dawkins, biólogo de Oxford, han ejercido de hecho una fuerte influencia en la segunda mitad del siglo XX como oponentes a la religión en nombre de la ciencia evolutiva. En realidad, los dos autores -que han hecho de la teleología el blanco de sus ataques- convierten la ciencia evolutiva en una entera filosofía natural que, a su vez, pretende ser también una entera explicación del mundo.

Sin embargo, y a pesar de algunos conflictos particulares, se puede decir que la mayoría de los autores creyentes piensan que la evolución biológica es compatible con la actividad divina.

Así, la cosmovisión actual nos ofrece una nueva comprensión de los caminos seguidos por la evolución, ya que completa la explicación clásica de la evolución con la perspectiva de la auto-organización. La combinación de azar y necesidad, de variación y selección, junto con las potencialidades para la auto-organización, pueden ser contempladas fácilmente como el camino utilizado por Dios para producir el proceso de la evolución biológica. Algunos científicos, que piensan también como filósofos de la naturaleza, sostienen que el pensamiento evolutivo es perfectamente compatible con la existencia de un plan divino, e incluso sugieren -como el Nobel Christian De Duve (ver servicio 72/96)- que existen indicadores que nos llevan a admitir la existencia de un plan de este tipo.

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(1) Mariano Artigas. La mente del universo. EUNSA. Pamplona (1999). 465 págs. 5.300 ptas.

(2) www.aceprensa.com 1/95: Mariano Artigas, Proteínas que piensan.

(3) www.aceprensa.com 134/96: Mariano Artigas, La cosmovisión científica actual apunta al teísmo.

Qué sabemos sobre la evolución del universo

Firmante: Mariano Artigas (1994)

La ciencia actual nos presenta un mundo que se ha formado en sucesivas etapas desde la Gran Explosión (Big Bang) inicial. Los científicos están de acuerdo en las grandes líneas, discrepan acerca de muchos problemas particulares, y se plantean, con desigual fortuna, los interrogantes filosóficos y teológicos sobre el mundo y el hombre. Así se advierte en un número monográfico que, con ocasión de su 150 cumpleaños, la revista Scientific American dedica a examinar los conocimientos actuales sobre la evolución del universo y las perspectivas para el futuro (1).

El modelo de la Gran Explosión goza de excelente salud. Los científicos admiten que el universo se formó a partir de un estado primitivo en el cual toda la materia y la energía estaban concentradas en un espacio pequeño, con una temperatura enorme. Las pruebas principales de este modelo son ya clásicas, y están bien comprobadas: la radiación de fondo que se midió por vez primera en 1964 y que es como un fósil de los sucesos que tuvieron lugar cuando el universo sólo tenía 300.000 años, la abundancia relativa de los elementos ligeros (hidrógeno, helio, etc.) en el universo, la edad de los componentes del universo.

¿Qué edad tiene?

Subsisten dudas sobre la edad del universo, que suele cifrarse entre 10.000 y 20.000 millones de años. Se nos dice ahora que, según unos cálculos, podría oscilar entre 12.000 y 16.000, y según otros, entre 8.000 y 11.000. Y se añade una nueva incertidumbre: los cúmulos globulares tienen una edad comprendida entre 12.000 y 18.000; ¡podrían ser, por tanto, más viejos que el universo!

Nada se sabe sobre lo que existía y sucedió en los primerísimos instantes. Sólo se dispone de conjeturas que no se pueden someter, por el momento, a pruebas experimentales. Quizá la Gran Explosión fue el resultado de una evolución anterior del universo. Es posible que la Gran Explosión no coincidiera con el origen absoluto del mundo, e incluso algunos dicen que pudo ser un acontecimiento que afectó solamente a una parte de un universo mayor.

Se afirma que en el universo primitivo existían sólo elementos ligeros, a partir de los cuales se formaron, por condensación gravitacional, las estrellas y galaxias. Los elementos más pesados, tales como el carbono, el hierro y tantos otros, se habrían formado en el interior de las estrellas, en las reacciones que allí tienen lugar a temperaturas enormes, y se dispersarían luego en la explosión de las supernovas. Aunque la formación del Sistema Solar sigue siendo una incógnita, se afirma que la Tierra se originó hace unos 4.500 millones de años.

El esquema general de esta evolución cósmica es generalmente admitido. Y la ciencia nada nos dice sobre la creación ni sobre el sentido del universo, que son problemas metafísicos y religiosos. Los cuatro autores del artículo sobre la evolución del universo, que son astrofísicos de primera línea, así lo reconocen, al afirmar que nuestro universo puede ser contemplado bajo diferentes perspectivas, tales como las del místico, el teólogo, el filósofo o el científico. Tienen razón. Esas perspectivas son diferentes y complementarias.

La evolución biológica

La evolución biológica goza también de gran aceptación. Existe una completa unanimidad entre los biólogos respecto al "hecho" de la evolución. Las discrepancias, nada pequeñas por cierto, se refieren a los "mecanismos" o explicaciones particulares de los procesos evolutivos.

Las discrepancias afectan, sobre todo, al origen de la vida en la Tierra. Sin embargo, en la actualidad va ganando terreno la hipótesis del "mundo del ARN", según la cual las moléculas de ARN o ácido ribonucleico son las precursoras de los vivientes que conocemos, porque podrían poseer la capacidad de catalizar su propia replicación (tarea actualmente encomendada a proteínas). Ésta es la opinión de Leslie E. Orgel, autor del correspondiente artículo, aunque señala las dificultades e incógnitas, nada despreciables, que encuentra esa hipótesis y cualquier otra que intente explicar científicamente el origen de la vida.

Pero también existen discrepancias cuando se trata de explicar la sucesiva evolución de los vivientes. En su artículo sobre este tema, Stephen Jay Gould sostiene que la selección natural darwinista debe ser completada: es insuficiente para explicar la evolución porque existen otros importantes factores (mutaciones genéticas neutrales, saltos evolutivos, extinciones en masa), y además porque la evolución, al ser un hecho histórico singular y muy complejo, incluye muchos elementos que no pueden ser resumidos en una teoría general. Ni siquiera sabemos cómo se originaron, en la explosión del período Cámbrico hace unos 530 millones de años, casi todos los planes fundamentales de los vivientes: Gould afirma que ese fenómeno fue el suceso más notable y misterioso en la historia de la vida.

Cuando llegamos al hombre, encontramos de nuevo múltiples incógnitas. En una entrevista incluida en el mismo número de Scientific American, Mary Leakey, que realizó tres descubrimientos centrales en la historia africana de los homínidos (en 1948, 1959 y 1978), llega a decir que las discusiones sobre este tema son un buen "ejercicio mental" que puede llegar al ridículo si se toma con demasiado acaloramiento.

William H. Calvin escribe sobre "la emergencia de la inteligencia", y se centra en los factores que hacen posible la existencia de nuestramente. Subraya, con razón, la importancia del lenguaje y de las capacidades lógicas que implica, y resume los conocimientos actuales sobre el cerebro, los experimentos con chimpancés, y las relaciones del lenguaje con nuestras habilidades motoras. Pero queda claro que la existencia de nuestras peculiares capacidades plantea numerosas incógnitas.

Es decir, subsisten muchos misterios cuya solución no es nada sencilla. Sin embargo, ello no impide que exista un consenso generalizado entre los biólogos acerca del esquema general de la evolución y de sus hitos fundamentales.

La vieja pretensión del naturalismo

En definitiva, encontramos la situación típica de las discusiones actuales: se tratan con muy buen nivel los problemas científicos centrales, se advierten las lógicas discrepancias que existen entre los científicos acerca de muchas cuestiones, y de vez en cuando, dependiendo de la idiosincrasia de los diferentes autores, tropezamos con problemas filosóficos o teológicos que se tratan con un éxito muy desigual.

La situación actual resulta paradójica. Por una parte, todo el mundo reconoce los límites de las ciencias y la legitimidad de otros accesos a la realidad. Pero, a la hora de la verdad, algunos científicos parecen suponer que todo es posible para la ciencia y que, por el contrario, nada es posible para otras perspectivas.

El "naturalismo" goza de cierta difusión, sobre todo en los medios intelectuales. Se trata de una vieja pretensión, que no quiere saber nada de causas "sobrenaturales". Por eso presenta el progreso científico como si significase la eliminación de cuanto se relaciona con Dios: la creación, el plan divino y su gobierno del mundo, la espiritualidad humana. A veces, simplemente se ignoran las dimensiones espirituales y los problemas metafísicos: así sucede, por ejemplo, cuando se habla de la "emergencia de la inteligencia" humana como si fuese un problema que se pudiera resolver por medios puramente científicos. Otras veces, asistimos a una verdadera confrontación con los problemas metafísicos, y no precisamente de un modo acertado. Veamos algunos ejemplos.

El puesto del hombre en el cosmos

Gould comienza su artículo sobre la evolución con un párrafo verdaderamente singular. Dice que algunos creadores anuncian sus intervenciones con gran aparato, como Dios, que dijo "Hágase la luz" y apareció el universo; en cambio, otros realizan grandes descubrimientos con modestia, como Darwin cuando definió el mecanismo de la evolución en 1859. Dejando de lado la posible irreverencia al comparar a Dios con Darwin, es claro que Gould opone, desde el principio, la creación divina y la evolución científica. A lo largo de su artículo, insiste una vez y otra en que el hombre es el resultado de un proceso muy complejo que incluye mucho azar y es impredecible: desea subrayar que somos un resultado accidental de la evolución, que posiblemente no se produciría si esa evolución se repitiera. Y afirma que esto implica una revolución conceptual que todavía no hemos asimilado. Luego, para rematar la faena, acaba con una cita bíblica, del libro de la Sabiduría.

El mensaje de Gould parece ser éste: como la ciencia no puede predecir los resultados de la evolución, somos un resultado imprevisible, accidental, y nuestra existencia no responde a ningún plan divino. Pero el razonamiento es muy débil desde el punto de vista de la filosofíay la teología. En efecto, un Dios que verdaderamente es la Causa Primera de todo, no necesita ecuaciones científicas ni nada parecido para que sus planes se realicen. Además, Dios no crea necesariamente: al afirmar la existencia de Dios hemos de afirmar también que la existencia humana es contingente, o sea, que podríamos no haber existido. Por fin, que el plan divino es compatible con la contingencia o accidentalidad, y que incluso de algún modo pareceexigirla, es una afirmación que, como las anteriores, se encuentra al menos en Tomás de Aquino, en el siglo XIII.

Desde luego, los filósofos y teólogos antiguos sabían poco de evolución, pero Gould parece saber mucho menos aún de filosofía y teología. Algo semejante le sucede a Steven Weinberg, quien, en su artículo introductorio, señala como de paso que no hay evidencia de que exista un plan en el origen y evolución de la vida. Weinberg es premio Nobel de física por sus trabajos sobre la teoría electrodébil, pero eso nada tiene que ver con su anterior afirmación. Como a Gould, más le valdría no meterse donde no le llaman. Es evidente que la ciencia nunca nos permitirá, por sí sola, afirmar que exista un plan divino, como tampoco nos permite negarlo. La ciencia proporciona, eso sí, mucho material para la reflexión filosófica sobre ese problema, pero para abordarlo seriamente es preciso adoptar una perspectiva filosófica y teológica: la ciencia no basta.

Galileo al revés

No me parece arriesgado afirmar que nos encontramos ahora con un nuevo caso Galileo, sólo que al revés. Los teólogos se equivocaron en el caso Galileo al meterse donde nadie les llamaba, queriendo solucionar problemas que eran de competencia de la ciencia. Ahora sucede algo semejante, pero al revés y a lo grande. Algunos científicos invaden tranquilamente el terreno de la filosofía y de la teología, pontificando sobre temas que la ciencia no puede resolver.

La analogía no es invención mía. La oí a un premio Nobel, quien decía que los científicos tienen hoy día el prestigio social que antes tenían los sacerdotes. En parte, es verdad. La comunidad científica tiene un peso social enorme, y dispone además de medios de comunicación que no existían hace siglos. Sus opiniones llegan a todos los ciudadanos, e impresionan bastante. Tendría que reflexionar seriamente sobre la actitud que toma acerca de cuestiones que no pueden resolverse sólo con la ciencia. En otro caso, podría provocar una contaminación intelectual y social que dejaría pequeña a la famosa Inquisición.

Mi vocación primera fue la ciencia. Siempre me ha encantado la ciencia, ahora también. Pienso que es uno de los principales logros de la humanidad. Precisamente por eso, siento repulsión cuando veo que la ciencia, su prestigio, sus logros, se utilizan como instrumento para invadir otros terrenos, sin respetar la legítima autonomía de cada perspectiva. Comprendo que Sagan, Gould, Weinberg y otros científicos viven en los Estados Unidos y allí encuentran algunos grupos fundamentalistas protestantes que, a veces, atacan a la ciencia, Biblia en mano. Pero deberían advertir que, en parte, se trata de una reacción frente a los excesos de algunos científicos.

En cualquier caso, es una lástima que, a estas alturas, cuando existe un acuerdo generalizado sobre las diferencias y complementariedad de la ciencia, la filosofía y la religión, todavía aparezcan, en publicaciones serias y con un prestigio indudable, gazapos que siembran confusión.

Inteligencia extraterrestre y robots

En la misma revista, Carl Sagan escribe un artículo sobre la búsqueda de vida extraterrestre, y Marvin Minsky otro en el que se pregunta: ¿heredarán la Tierra los robots?

Sagan recuerda que en 1992, con ocasión del quinto centenario del descubrimiento de América, la NASA se embarcó en un nuevo proyectode búsqueda de inteligencia extraterrestre, que fue cancelado un año más tarde por el Congresode los Estados Unidos y será resucitado ahora usando fondos privados. El tema es, sin duda, interesante, pero muy difícil:la señal más rápida enviada a la estrella más cercana tarda más de cuatro años en llegar allá.

Minsky, del M.I.T., se alinea con Hans Moravec, entusiasta defensor de los "hijos de nuestra mente", o sea, los robots que -según el autor- llegarán a superarnos y, finalmente, a sustituir. Y, de paso, insinúa que podremos conseguir una inmortalidad terrenal mediante la sustitución de las piezas gastadas de nuestro organismo. Pero reconoce que no es nada fácil y, además, que la gente con quien lo ha comentado no parece demasiado ilusionada con esa posibilidad.

Son dos artículos significativos porque muestran la tranquilidad con que se pueden decir cosas bastante fantasiosas en una revista científica seria. Personalmente, me llama la atención la enorme superficialidad de que hace gala en sus libros el materialista Sagan cuando aborda problemas filosóficos o religiosos, así como su entusiasmo, no muy científico, por la vida extraterrestre.

Mariano Artigas fue Profesor Ordinario de Filosofía de la Naturaleza y de las Ciencias en la Universidad de Navarra.